No fui al entierro de Julio Cortázar. No estoy en la foto. En las numerosas fotos que se hicieron después de su muerte, una lluviosa mañana de febrero de 1984. (Cuántas veces, Julio, habíamos recordado juntos aquellos versos de César Vallejo: "Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo".) No quise compartir la dudosa complicidad de los precariamente vivos, de los supervivientes. Aborrezco la muerte y los ritos funerarios. Había otra razón profunda: me negaba a aceptar que Julio fuera mortal, y prefería recordarlo vivo, eternamente joven (bromeábamos, a veces, sobre su aspecto juvenil, como Dorian Gray. "Sólo que yo no me voy a despertar un día convertido en un anciano decrépito y asqueroso", decías, sonriente y convencido), sano, viajero, a veces un poco melancólico ("la literatura es cosa de melancólicos": hice esa anotación en una servilleta en la cafetería La Puñalada, de Barcelona. Respondió, debajo, y me devolvió la servilleta: "¿Quién no es un poco melancólico a las seis de la tarde de otoño, en una calle de París o de Barcelona, de Buenos Aires, o de Montevideo?") y siempre lúdico.
(Cristina Peri-Rossi)
No hay comentarios:
Publicar un comentario