Parto. Siempre parto. Mi lugar es ninguno. El paisaje cambia. El paisaje, no: tierra vivida. Terreno hollado. Luz de otoño, hojas en el agua de los charcos, brillos, colores [asomobrosa, la carga de la memoria para la visión renovada en lo onírico]. Y luego, la pendiente, pedregosa, larga. Y la duda. Un instante de duda antes de emprender la bajada, a ras de suelo y, sin que el cuerpo deje de deslizarse, esta vez, desprenderme. Levemente. Acompañar entonces al cuerpo como un sombra clara, por encima de él, en la bajada. Hasta el final, o casi, porque hay vuelta. En la vuelta, incorporarme y, como quien se sacude el polvo después de la caída, entrar - ¿volver? - en el mundo de los otros y llorar sin fin, desconsoladamente, mientras alguien me canta mi historia con palabras que no entiendo.
[Chantal Maillard]
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