Desde que Valle-Inclán pasaba la verja del jardín, empezaba a correr la voz entre las monjas jóvenes. Se asomaban a verle, y luego corrían hacia el cuarto de Juan Ramón para escucharle, secretamente, desde el pasillo. Con rara solemnidad, la figura avanzaba entre los árboles del jardín: la larga barba negra sobre el abrigo negro, la gruesa montura negra sobre los ojos negros. Era inútil pretender que hablara en voz baja. Ceceando a gritos se dirigía a las monjas, a los enfermos, a Juan Ramón. Cuando recitaba con voz profunda los versos que le enseñaba su amigo
Declinaba la tarde...
las palabras resonaban en todos los rincones. A las palabras acompañaban, a veces, movimientos ligeramente desacompasados y desacostumbrados. La ausencia del brazo perdida estaba aún muy presente.
Un invierno quedó el Sanatorio aislado de Madrid durante tres días por una nevada. Los caminos quedaron ocultos y los raíles del tranvía sepultados. Como otras veces, con toda naturalidad, la silueta inverosímil de Valle-Inclán se fue acercando lentamente al recinto del jardín. "Apareció Valle-Inclán, delgado y negro, en la soledad blanca. Bajé a abrirle la verja:
- Pero Valle, cómo viene usted con este día.
- Se lo había prometido.
Y su luto, ahora, se entra por la memoria nevada del jardín".
[Antonio Pau]
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